Salgo de este largo agosto, sin los agobios de un aula de segundo de bachillerato a quien alimentar y con la intención de transformar a este en un blog lento, a modo de las ciudades lentas, no es que mi conexión ande chafada.
Salgo de este largo agosto ahumado por la noticia de la que hoy se han hecho eco en las televisiones y que ayer nos presentaba el diario EP a toda página y con esta imagen explicativa en la que exageran algo las llamas subterráneas:
La turba, ese carbón terroso abundante en algunas zonas del Parque Nacional de las Tablas de Daimiel (¿qué sería de él si no tuviese esa máxima categoría?), está ardiendo. El hundimiento del terreno, consecuencia de la extrema sequedad, ha generado abundantes grietas en 150 hectáreas del parque por las que el oxígeno entra y puede oxidar la turba, que se calienta y arde con un humo visible en los días más fríos.
Más de cuarenta años de extracciones de agua legales e ilegales han llevado a esta situación crítica, en absoluto nueva.
La solución no es sencilla, y no está garantizada con la vuelta del agua, el proceso es irreversible y difícilmente se recupere la turba que ya ha ardido, procedente de una vegetación de una zona pantanosa de hace 300.000 años.
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